Desde el inicio de la era industrial, la humanidad ha liberado a la atmósfera más de “2.500 gigatoneladas de dióxido de carbono”, alterando profundamente los equilibrios climáticos que sostienen la vida en la Tierra. De esa cantidad, una porción alarmante -más de mil gigatoneladas- permanecen en suspensión, atrapando calor, alterando los ciclos del agua, desplazando ecosistemas y desencadenando crisis climáticas en cadena. Para evitar que el planeta supere los umbrales irreversibles de colapso, los científicos advierten que debemos “remover al menos entre 200 y 500 gigatoneladas de carbono” del aire en las próximas décadas.
Esta es una tarea colectiva, sí, pero no abstracta. Dividiendo el esfuerzo total entre los más de 8.000 millones de habitantes actuales, se obtiene un número profundamente revelador: 43 toneladas de CO₂ por persona. Esa es, en promedio, la deuda que cada vida humana debería saldar con la atmósfera. No para sentirse culpable, sino para tomar perspectiva: el futuro del clima global no depende solo de unos pocos gigantes, sino, de la multiplicación consciente de millones de actos pequeños, personales, sostenidos. Cada árbol plantado, cada suelo regenerado, cada kilómetro no recorrido en combustibles fósiles, cuenta y suma. Entender esta cifra: 43 toneladas por vida. Es transformar el cambio climático de un problema lejano en una responsabilidad íntima, clara, posible.
Un ONGO representa una tonelada de carbono abolida.Una unidad de restauración, una medida del compromiso, una señal de que el equilibrio aún puede reconstruirse, no desde la culpa, sino desde el gesto. Cuarenta y tres ONGO por persona: ese es el tamaño del desafío, y también el mapa de regreso.
